miércoles, 7 de noviembre de 2012

UN CUENTO PERFECTO I



Juan Rulfo
(México, 1918-1986)


Uno de los grandes escritores del siglo XX 

No oyes ladrar los perros es considerado, por quienes realmente saben y conocen las diferencias entre cuento y relato, uno de los cuentos más perfectos de la literatura latinoamericana. En él la estructura y la técnica son impecables; cumpliendo así con todos los requerimientos del verdadero cuento literario.
No oyes ladrar los perros
(tomado de El Llano en llamas, 1953)


        —Tú que vas allá arriba, Ignacio, dime si no oyes alguna señal de algo o si ves alguna luz en alguna parte.
        —No se ve nada.
        —Ya debemos estar cerca.
        —Sí, pero no se oye nada.
        —Mira bien.
        —No se ve nada.
        —Pobre de ti, Ignacio.
        La sombra larga y negra de los hombres siguió moviéndose de arriba abajo, trepándose a las piedras, disminuyendo y creciendo según avanzaba por la orilla del arroyo. Era una sola sombra, tambaleante.
        La luna venía saliendo de la tierra, como una llamarada redonda.
        —Ya debemos estar llegando a ese pueblo, Ignacio. Tú que llevas las orejas de fuera, fíjate a ver si no oyes ladrar los perros. Acuérdate que nos dijeron que Tonaya estaba detrasito del monte. Y desde qué horas que hemos dejado el monte. Acuérdate, Ignacio.
        —Sí, pero no veo rastro de nada.
        —Me estoy cansando.
        —Bájame.
        El viejo se fue reculando hasta encontrarse con el paredón y se recargó allí, sin soltar la carga de sus hombros. Aunque se le doblaban las piernas, no quería sentarse, porque después no hubiera podido levantar el cuerpo de su hijo, al que allá atrás, horas antes, le habían ayudado a echárselo a la espalda. Y así lo había traído desde entonces.
        — ¿Cómo te sientes?
        —Mal.
        Hablaba poco. Cada vez menos. En ratos parecía dormir. En ratos parecía tener frío. Temblaba. Sabía cuándo le agarraba a su hijo el temblor por las sacudidas que le daba, y porque los pies se le encajaban en los ijares como espuelas. Luego las manos del hijo, que traía trabadas en su pescuezo, le zarandeaban la cabeza como si fuera una sonaja. Él apretaba los dientes para no morderse la lengua y cuando acababa aquello le preguntaba:
        —¿Te duele mucho?
        —Algo —contestaba él.
        Primero le había dicho: "Apéame aquí... Déjame aquí... Vete tú solo. Yo te alcanzaré mañana o en cuanto me reponga un poco." Se lo había dicho como cincuenta veces. Ahora ni siquiera eso decía. Allí estaba la luna. Enfrente de ellos. Una luna grande y colorada que les llenaba de luz los ojos y que estiraba y oscurecía más su sombra sobre la tierra.
        —No veo ya por dónde voy —decía él.
        Pero nadie le contestaba.
        E1 otro iba allá arriba, todo iluminado por la luna, con su cara descolorida, sin sangre, reflejando una luz opaca. Y él acá abajo.
        —¿Me oíste, Ignacio? Te digo que no veo bien.
        Y el otro se quedaba callado.
        Siguió caminando, a tropezones. Encogía el cuerpo y luego se enderezaba para volver a tropezar de nuevo.
        —Este no es ningún camino. Nos dijeron que detrás del cerro estaba Tonaya. Ya hemos pasado el cerro. Y Tonaya no se ve, ni se oye ningún ruido que nos diga que está cerca. ¿Por qué no quieres decirme qué ves, tú que vas allá arriba, Ignacio?
        —Bájame, padre.
        —¿Te sientes mal?
        —Sí
        —Te llevaré a Tonaya a como dé lugar. Allí encontraré quien te cuide. Dicen que allí hay un doctor. Yo te llevaré con él. Te he traído cargando desde hace horas y no te dejaré tirado aquí para que acaben contigo quienes sean.
        Se tambaleó un poco. Dio dos o tres pasos de lado y volvió a enderezarse.
        —Te llevaré a Tonaya.
        —Bájame.
        Su voz se hizo quedita, apenas murmurada:
        —Quiero acostarme un rato.
        —Duérmete allí arriba. Al cabo te llevo bien agarrado.
        La luna iba subiendo, casi azul, sobre un cielo claro. La cara del viejo, mojada en sudor, se llenó de luz. Escondió los ojos para no mirar de frente, ya que no podía agachar la cabeza agarrotada entre las manos de su hijo.
        —Todo esto que hago, no lo hago por usted. Lo hago por su difunta madre. Porque usted fue su hijo. Por eso lo hago. Ella me reconvendría si yo lo hubiera dejado tirado allí, donde lo encontré, y no lo hubiera recogido para llevarlo a que lo curen, como estoy haciéndolo. Es ella la que me da ánimos, no usted. Comenzando porque a usted no le debo más que puras dificultades, puras mortificaciones, puras vergüenzas.
        Sudaba al hablar. Pero el viento de la noche le secaba el sudor. Y sobre el sudor seco, volvía a sudar.
        —Me derrengaré, pero llegaré con usted a Tonaya, para que le alivien esas heridas que le han hecho. Y estoy seguro de que, en cuanto se sienta usted bien, volverá a sus malos pasos. Eso ya no me importa. Con tal que se vaya lejos, donde yo no vuelva a saber de usted. Con tal de eso... Porque para mí usted ya no es mi hijo. He maldecido la sangre que usted tiene de mí. La parte que a mí me tocaba la he maldecido. He dicho: “¡Que se le pudra en los riñones la sangre que yo le di!” Lo dije desde que supe que usted andaba trajinando por los caminos, viviendo del robo y matando gente... Y gente buena. Y si no, allí esta mi compadre Tranquilino. El que lo bautizó a usted. El que le dio su nombre. A él también le tocó la mala suerte de encontrarse con usted. Desde entonces dije: “Ese no puede ser mi hijo.”
        —Mira a ver si ya ves algo. O si oyes algo. Tú que puedes hacerlo desde allá arriba, porque yo me siento sordo.
        —No veo nada.
        —Peor para ti, Ignacio.
        —Tengo sed.
        —¡Aguántate! Ya debemos estar cerca. Lo que pasa es que ya es muy noche y han de haber apagado la luz en el pueblo. Pero al menos debías de oír si ladran los perros. Haz por oír.
        —Dame agua.
        —Aquí no hay agua. No hay más que piedras. Aguántate. Y aunque la hubiera, no te bajaría a tomar agua. Nadie me ayudaría a subirte otra vez y yo solo no puedo.
        —Tengo mucha sed y mucho sueño.
        —Me acuerdo cuando naciste. Así eras entonces.
        Despertabas con hambre y comías para volver a dormirte. Y tu madre te daba agua, porque ya te habías acabado la leche de ella. No tenías llenadero. Y eras muy rabioso. Nunca pensé que con el tiempo se te fuera a subir aquella rabia a la cabeza... Pero así fue. Tu madre, que descanse en paz, quería que te criaras fuerte. Creía que cuando tú crecieras irías a ser su sostén. No te tuvo más que a ti. El otro hijo que iba a tener la mató. Y tú la hubieras matado otra vez si ella estuviera viva a estas alturas.
        Sintió que el hombre aquel que llevaba sobre sus hombros dejó de apretar las rodillas y comenzó a soltar los pies, balanceándolo de un lado para otro. Y le pareció que la cabeza; allá arriba, se sacudía como si sollozara.
        Sobre su cabello sintió que caían gruesas gotas, como de lágrimas.
        —¿Lloras, Ignacio? Lo hace llorar a usted el recuerdo de su madre, ¿verdad? Pero nunca hizo usted nada por ella. Nos pagó siempre mal. Parece que en lugar de cariño, le hubiéramos retacado el cuerpo de maldad. ¿Y ya ve? Ahora lo han herido. ¿Qué pasó con sus amigos? Los mataron a todos. Pero ellos no tenían a nadie. Ellos bien hubieran podido decir: “No tenemos a quién darle nuestra lástima”. ¿Pero usted, Ignacio?
        Allí estaba ya el pueblo. Vio brillar los tejados bajo la luz de la luna. Tuvo la impresión de que lo aplastaba el peso de su hijo al sentir que las corvas se le doblaban en el último esfuerzo. Al llegar al primer tejaván, se recostó sobre el pretil de la acera y soltó el cuerpo, flojo, como si lo hubieran descoyuntado.
        Destrabó difícilmente los dedos con que su hijo había venido sosteniéndose de su cuello y, al quedar libre, oyó cómo por todas partes ladraban los perros.
        —¿Y tú no los oías, Ignacio? —dijo—. No me ayudaste ni siquiera con esta esperanza.



viernes, 14 de septiembre de 2012

OCTAVIO PAZ



Ciudad de México 
(31 de marzo 1934 - 19 de abril de 1998)
Premio Nobel de Literatura en 1990


Uno de los más grandes escritores del siglo XX 
y considerado uno de los mejores poetas hispanos de todos los tiempos.
Paz es un poeta difícil de encasillar. Ninguna de las etiquetas adjudicadas por los críticos encaja con su poesía: poeta neomodernista en sus comienzos; más tarde, poeta existencial; y, en ocasiones, poeta con tintes de surrealismo. Ninguna etiqueta le cuadra y ninguna le sobra, aunque el mismo Paz reconoció que en su formación "fundamentales fueron los surrealistas, con quienes hice amistad en el año 46 o 47, que en esa época estaban más cerca de los libertarios"



Bajo tu Clara Sombra 

Un cuerpo, un cuerpo solo, un sólo cuerpo
un cuerpo como día derramado
y noche devorada;
la luz de unos cabellos
que no apaciguan nunca
la sombra de mi tacto;
una garganta, un vientre que amanece
como el mar que se enciende
cuando toca la frente de la aurora;
unos tobillos, puentes del verano;
unos muslos nocturnos que se hunden
en la música verde de la tarde;
un pecho que se alza
y arrasa las espumas;
un cuello, sólo un cuello,
unas manos tan sólo,
unas palabras lentas que descienden
como arena caída en otra arena....

Esto que se me escapa,
agua y delicia obscura,
mar naciendo o muriendo;
estos labios y dientes,
estos ojos hambrientos,
me desnudan de mí
y su furiosa gracia me levanta
hasta los quietos cielos
donde vibra el instante;
la cima de los besos,
la plenitud del mundo y de sus formas. 

Primavera a la Vista


Pulida claridad de piedra diáfana,
lisa frente de estatua sin memoria:
cielo de invierno, espacio reflejado
en otro más profundo y más vacío.

El mar respira apenas, brilla apenas.
Se ha parado la luz entre los árboles,
ejército dormido. Los despierta
el viento con banderas de follajes.

Nace del mar, asalta la colina,
oleaje sin cuerpo que revienta
contra los eucaliptos amarillos
y se derrama en ecos por el llano.

El día abre los ojos y penetra
en una primavera anticipada.
Todo lo que mis manos tocan, vuela.
Está lleno de pájaros el mundo.

El Pájaro


En el silencio transparente
el día reposaba:
la transparencia del espacio
era la transparencia del silencio.
La inmóvil luz del cielo sosegaba
el crecimiento de las yerbas.
Los bichos de la tierra, entre las piedras,
bajo la luz idéntica, eran piedras.
El tiempo en el minuto se saciaba.
En la quietud absorta
se consumaba el mediodía.

Y un pájaro cantó, delgada flecha.
Pecho de plata herido vibró el cielo,
se movieron las hojas,
las yerbas despertaron...
Y sentí que la muerte era una flecha
que no se sabe quién dispara
y en un abrir los ojos nos morimos.

La Rama


Canta en la punta del pino
un pájaro detenido,
trémulo, sobre su trino.

Se yergue, flecha, en la rama,
se desvanece entre alas
y en música se derrama.

El pájaro es una astilla
que canta y se quema viva
en una nota amarilla.

Alzo los ojos: no hay nada.
Silencio sobre la rama,
sobre la rama quebrada

Viento


Cantan las hojas,
bailan las peras en el peral;
gira la rosa,
rosa del viento, no del rosal.
Nubes y nubes
flotan dormidas, algas del aire;
todo el espacio
gira con ellas, fuerza de nadie.

Todo es espacio;
vibra la vara de la amapola
y una desnuda
vuela en el viento lomo de ola.

Nada soy yo,
cuerpo que flota, luz, oleaje;
todo es del viento
y el viento es aire siempre de viaje.

Entre Irse y Quedarse
Entre irse y quedarse duda el día,
enamorado de su transparencia.

La tarde circular es ya bahía:
en su quieto vaivén se mece el mundo.

Todo es visible y todo es elusivo,
todo está cerca y todo es intocable.

Los papeles, el libro, el vaso, el lápiz
reposan a la sombra de sus nombres.

Latir del tiempo que en mi sien repite
la misma terca sílaba de sangre.

La luz hace del muro indiferente
un espectral teatro de reflejos.

En el centro de un ojo me descubro;
no me mira, me miro en su mirada.

Se disipa el instante. Sin moverme,
yo me quedo y me voy: soy una pausa.

La poesía 2
Inmóvil en la luz, pero danzante,
tu movimiento a la quietud que cría
en la cima del vértigo se alía
deteniendo, no al vuelo, sí al instante.

Luz que no se derrama, ya diamante,
fija en la rotación del mediodía,
sol que no se consume ni se enfría
de cenizas y llama equidistante.

Tu salto es un segundo congelado
que ni apresura el tiempo ni lo mata:
preso en su movimiento ensimismado.

Tu cuerpo de sí mismo se desata
y cae y se dispersa tu blancura
y vuelves a ser agua y tierra obscura.

Del verdecido júbilo del cielo
luces recobras que la luna pierde
porque la luz de sí misma recuerde
relámpagos y otoños en tu pelo.

El viento bebe viento en su revuelo,
mueve las hojas y su lluvia verde
moja tus hombros, tus espaldas muerde
y te desnuda y quema y vuelve yelo.

Dos barcos de velamen desplegado
tus dos pechos. Tu espalda es un torrente.
Tu vientre es un jardín petrificado.

Es otoño en tu nuca: sol y bruma.
Bajo del verde cielo adolescente.
tu cuerpo da su enamorada suma.

El Sediento
Por buscarme, Poesía, en ti me busqué:
deshecha estrella de agua,
se anegó en mi ser.
Por buscarte, Poesía,
en mí naufragué.

Después sólo te buscaba
por huir de mí:
¡espesura de reflejos
en que me perdí!

Mas luego de tanta vuelta
otra vez me vi:
el mismo rostro anegado
en la misma desnudez;
las mismas aguas de espejo
en las que no he de beber;
y en el borde del espejo,
el mismo muerto de sed.

martes, 10 de julio de 2012

POEMAS EN PROSA DE TRES GRANDES





EL AMENAZADO 
- Jorge Luis Borges -

Es el amor, tendré que ocultarme o huir. Crecen los muros de su cárcel, como un sueño atroz.

La hermosa máscara ha cambiado, pero como siempre es la única. ¿De qué me servirán mis talismanes; el ejercicio de las letras, la vaga erudición, el aprendizaje de las palabras que usó el áspero Norte para cantar sus mares y sus espadas, la serena amistad, las galerías de la biblioteca, las cosas comunes, los hábitos, el joven amor de mi madre, la sombra militar de mis muertos, la noche intemporal, el sabor del sueño?

Estar contigo o no estar contigo es la medida de mi tiempo. Ya el cántaro se quiebra sobre la fuente, ya el hombre se levanta a la voz del ave, ya se han oscurecido los que me miran por las ventanas, pero la sombra no me ha traidor la paz.

Es, ya lo sé, el amor; la ansiedad y el alivio de oír tu voz, la espera y la memoria, el horror de vivir en lo sucesivo. Es el amor con su mitología, con sus pequeñas magias inútiles.

Hay una esquina por la que no me atrevo a pasar. Ya los ejércitos se cercan, las hordas (esta habitación es irreal; ella no la ha visto). El nombre de una mujer me delata. Me duele una mujer en todo el cuerpo.


CRÓNICA 
De Anábasis y otros poemas
- Saint-John Perse -

II

Mentías, vejez: camino de brasa y no de cenizas… Con el rostro ardiente y el alma alta, ¿hacia qué exceso seguimos corriendo ahora? El tiempo que mide el año no es la medida de nuestros días. No tenemos comercio con lo menor ni lo peor. Para nosotros la turbulencia divina en su último remolino…

Vejez, henos aquí en nuestros caminos sin límites. ¡Chasquidos del látigo en todos los desfiladeros! ¡Y un grito altísimo sobre la altura! Y ese gran viento de fuera a nuestro encuentro, que curva al hombre sobre la piedra como el arado sobre la gleba.

Te seguiremos, ala del atardecer… ¡Dilatación del ojo en los basaltos y en los mármoles! La voz del hombre está sobre la tierra, la mano del hombre está en la piedra y extrae un águila de su noche. Pero Dios calla en la fecha de hoy; y nuestra cama no está hecha en la extensión ni la duración.

Oh Muerte ataviada con el guantelete de marfil, en vano cruzas nuestras sendas empedradas de huesos, pues nuestro camino va más lejos. El escudero mal trajeado de huesos a quien damos albergue y que nos sirve a sueldo, desertará esta noche en el recodo del camino.

Y queda esto por decir: vivimos de ultra muerte y hasta de muerte viviremos. Pasaron los caballos que corrían al osario, con la boca todavía fresca de las salvias de la tierra. Y la granada de Cibeles tiñe aún con su sangre la boca de nuestras mujeres.

Nuestro reino es del crepúsculo, ese gran resplandor de un Siglo hacia su cima; no tenemos consejos reales ni campos de batalla, sino todo un despliegue de telas sobre las laderas, extendiendo en largos dobleces esos grandes montones de luz amarilla que los Mendigos del atardecer reúnen desde tan lejos, como sederías de Imperio y sedas crudas de tributo.

Estábamos cansados del dedo de tiza bajo la ecuación sin dueño… Y vosotros, nuestros grandes Mayores, que en vuestras rígidas vestiduras descendéis las rampas inmortales con vuestros grandes libros de piedra, os hemos visto mover los labios en la claridad del atardecer: no habéis dicho la palabra que crezca y nos asista.

Lucina errante sobre las aguas para el alumbramiento de las obras de la mujer, hay otros nacimientos hacia donde llevar tus lámparas… Y Dios el ciego brilla en la sal y en la piedra negra, obsidiana o granito. Y la rueda gira entre nuestras manos, como en el tambor de piedra del Azteca.

V

Henos aquí, vejez. Encuentro fijado, desde hace tiempo, con esta hora llena de sentido.

La tarde cae y nos trae de vuelta con nuestras capturas de alta mar. Ninguna losa familiar donde resuenen pasos de hombre. Ninguna morada en la ciudad ni patio pavimentado de rosas de piedra bajo las bóvedas sonoras.

Es hora de quemar los viejos cascos cargados de algas de nuestros navíos. La Cruz del Sur está sobre la Aduana; el rabihorcado ha vuelto a las islas; el águila arpía está en la jungla, con el mono y la ampalagua. Y el estuario es inmenso bajo la carga del cielo.

Vejez, mira nuestras ganancias: vanas son, y libres están nuestras manos. El trayecto está hecho y no está hecho; la cosa está dicha y no está dicha. Y volvemos cargados de noche, sabiendo de nacimiento y de muerte más de lo que enseña el sueño del hombre. Tras el orgullo, he aquí el honor, y esta claridad del alma floreciente en la espada grande y azul.

Fuera de las leyendas del sueño, toda esta inmensidad del ser y esta profusión del ser, toda esta pasión de ser y todo este poder de ser, ¡ah todo este gran soplo viajero que levanta bajo sus talones, con el vuelo de sus largos pliegues -gran perfil en marcha sobre el vano de nuestras puertas- el tránsito veloz de la Virgen nocturna!


EL GATO 
De Las Flores del Mal, traducción de Ulyses Petit de Murat
- Charles Baudelaire –

Ven, hermoso gato, sobre mi pecho amoroso: retiene las garras de tus patas y déjame sumergir en tus hermosos ojos, en los que se mezclan el metal y el ágata.

Cuando mis dedos acarician a su antojo, tu cabeza y tu lomo elástico, y mi mano se embriaga con el placer de palpar tu cuerpo eléctrico, veo a mi mujer en espíritu; su mirada, como la tuya, amable bestia, profunda y fría, como un dardo hiende y corta, y, de los pies a la cabeza, un aire sutil, un peligroso perfume, flota alrededor de su cuerpo moreno.